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Sievers
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La maldición Sievers
Wilhelm Sievers fue un viejo alemán gruñón que cazaba y contrabandeaba animales exóticos a través del mundo. Su mayor adquisición: la Insania Viparae. Por lástima, no pudo disfrutar de la pequeña fortuna que amasó gracias a ella.
Él fue asesinado antes por su primo.
Dejó tres hijos. De esos tres, sobrevivieron dos.
Cada uno tuvo dos. Tres murieron, sobrevivió uno.
Ese hijo tuvo dos. La sangre les llegó también, pero les dio tiempo antes para seguir la historia: el mayor, Richard, tuvo tres hijos; la menor, Trinität, tuvo una.
De esos cuatro, solo quedan dos: Markus y Diana, el hijo del medio de Richard y la pequeña de Trinität.
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En Waldergifte, los Sievers son una leyenda contada entre los árboles, el rumor de una maldición: el pueblo cree que están destinados a matarse entre ellos, y generación tras generación les dan la razón.
Claro que hay otra versión, contada por aquellos que se acercaron lo suficiente a la familia para conocerla desde dentr, aquella que sostiene que no hay maldición, solo un terrible genio y una tendencia a la violencia que los hace propensos a matarse entre ellos.
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También hay quienes culpan a la serpiente, aunque no haya pruebas de que la locura, factor común entre ellos, haya alcanzado a todos gracias al veneno. En ellos, la rabia ciega parece un asunto más bien genético.
Sin embargo, es verdad una cosa: los Sievers se han encargado por generaciones de preservar a la serpiente, a pesar de sus problemas familiares. Para el turno de los tataranietos de Wilhelm, solo quedaba una serpiente viva.
De los tres hijos de Richard, una murió por el veneno de serpiente, otro por una bala y el último está muerto por dentro.
Y de la única hija de Trinität... Bueno, hay que verlo para creer lo que fue de esa pequeña tormenta eléctrica.
Los dos hermanos restantes
En realidad, Richard y Trinität se amaron alguna vez.
Eran dos niños en un pueblo cargado de muerte y locura, en una familia que tendía a la autodestrucción. Eran una roca el uno para el otro; eran todo lo que tenían, hasta que tuvieron algo peor.
Como suele suceder en las historias más mundanas, la adultez lo cambió todo.
La locura arrasó con Richard primero, que decidió sofocarla de la mejor forma que conocían en su familia; alcohol y violencia. Se evocó por completo a la bebida y a la caza, las cuales combinaba con frecuencia. Se convirtió en un extraño para su propia familia. Pronto, dejó la casa familiar y se recluyó a sí mismo en una cabaña en lo profundo del bosque.
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Trinität jamás fue una niña común. Era cínica, seria y tan errática como el resto de su familia, y tenía algo, algo que la hizo destacar desde pequeña; una malicia que se combinaba con una dulzura angelical.
Trinität era lo mejor de su familia, hasta que era lo peor.
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La relación entre los hermanos se torció cuando sus padres murieron. Algo inusual en la familia: ambos habían logrado llegar a la vejez y morir por causas naturales. Todo el pueblo hablaba de ello, por lo bajo o lo alto, con un descaro que comenzó a picar la paranoia de ambos hermanos.
Ellos no eran supersticiosos antes, pero comenzaron a creer en que Dios había sellado sus destinos y que uno mataría al otro, como llevaban haciéndolo los miembros de su familia desde hacía generaciones atrás. En algún momento, solo se autoconvencieron de que eventualmente sería matar o morir.
Y cuando nació el primero de los hijos de Richard, todo fue solo a peor.
¿Y cuándo nació la pequeña serpiente de Trinität? La niña más frágil que hubiera visto en su vida, el tesoro de la víbora del pueblo. Su propia cría de serpiente.
Nadie se la iba a quitar. Ni su hermano, ni sus sobrinos.
Allí fue donde todo se desbarrancó.
LA ÚLTIMA GENERACIÓN
De los últimos dos hijos que quedaban, Richard y Trinität, salieron cuatro serpientes. La madre de los tres hijos de Richard es apenas un recuerdo lejano para los tres niños del hermano, y nadie sabe quién es el padre de la pequeña serpiente de Trinität. Esto fue tal vez fue por el bien de los niños, o tal vez por el de los secretos familiares. Como sea, hay un motivo por el que nadie entra en la familia: los Sievers nunca fueron buenos para amar a otras personas.
Las crías de serpiente
Diana
Diana Sievers es la última de un linaje entero. La pequeña serpiente de la familia; una bomba de tiempo que algún día dejaría un hilo de destrucción a su paso, la tormenta de mamá.
Diana es la hija de Trinität y de nadie más. No tuvo un padre al que llamar suyo o un lugar al que llamar hogar; si acaso, tuvo una cama donde dormir y dos hombres que la criaron.
Trinität amaba a Diana con una devoción ruda. Ella era su muñeca, a la que vestía y educaba con la misma violencia con que los Sievers acostumbraban a criarse entre ellos. Sin embargo, Trinität jamás levantó una mano contra ella. No era esa clase de mujer, incluso cuando sí fue criada por una así.
Diana era una buena niña, y no en la forma en que lo son las niñas amables y risueñas, sino en su costumbre de bajar la cabeza o proteger con fiereza a su familia, que para ella eran solo su madre y su primo, Markus. Diana aprendió de su madre que en la vida solo sobrevivirían los fuertes y voraces, y ella era un animal listo para cazar.
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Así que no, Diana no era una niña tierna, ni cuando tuvo a Trinität ni cuando la perdió y se encontró a merced de la crueldad de su tío y la indiferencia de sus primos. Sin embargo, tenía a Markus; Markus, quien estaba decidido a convertirla en una sobreviviente; Markus, quien la amaba en la forma en que los Sievers sabían amar: con violencia.
Markus tomó esa tempestad que la consumía y la transformó en algo devastador.
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Tenía seis años cuando Trinität decidió que era hora de enseñarle a sobrevivir, ocho años cuando su madre desapareció y Richard la tomó bajo su cargo, ocho años cuando Markus decidió que debía seguir el camino que Trinität había marcado para ella.
Desde los seis años, jamás se detuvo. Día y noche, la forma de enorgullecer a su familia era transformarse en una máquina de matar que supiera cómo sobrevivir a las heladas crueles del invierno de Waldergifte, a los animales —¿animales?— más escurridizos y salvajes del bosque, a la locura que poco a poco la consumiría, y a sí misma. Aprendió a disparar, a luchar, a trepar y correr. Se rompió innumerable cantidad de huesos, derramó tanta sangre que perdió la consciencia en más de una ocasión, y odió.
Se convirtió en el soldado más letal que alguna vez hubieran tenido los Pierre, en el arma más volátil y peligrosa que hubieran tenido en sus manos. Una daga que lanzar al aire y rezar que al atrapar no caiga en el filo.
Diana es letal. Es peligrosa. Es devastadora.
Y lo sabe.
Markus
Markus Sievers, el tercer hijo de Richard, era la decepción de su padre.
Eso no significa que no amara a su hijo menor, pero el amor para los Sievers se basaba en obediencia y lealtad. No hay nada tierno en lo que Markus conoce como amor.
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Su relación con sus hermanos era complicada; Markus jamás se reía con ellos, ni compartía el tiempo por disfrutarlo, mucho menos compartía el espacio más que lo necesario. Sin embargo, no era odio ni rechazo. Era soledad.
Markus tenía un padre y dos hermanos, y a nadie a la vez.
Nunca se atrevió a suplicar por migajas de amor, era algo cuyo concepto ni siquiera podía comprender, así que se limitaba a aceptar que lo que le ofrecían era lo que podía tener, y estaba bien, suponía. Si se comportaba bien, su padre no le destrozaría los huesos a golpes ni lo rebanaría con los trozos de vidrio roto de sus botellas de cerveza.
Creyó que era natural sobrevivir, hasta que su prima nació, una niña con un rostro dulce e intacto y un cabello platinado que todavía no había conocido el color de la sangre seca, y nada volvió a ser lo mismo.
Al principio, la vio como una niña frágil que se rompería cuando escuchara los gritos y los golpes, así que aprendió a sujetarla contra su cuerpo —él era tan pequeño, un niño de seis o siete años— cuando su padre y su tía peleaban y comenzó a llevársela debajo de la cama, a jugar con ella, a distraerla de la violencia. Markus pasaba horas bajo el catre viejo, cubriéndole los oídos para que no lo oyera, para mantenerla pura como él ya no lo era.
Sin embargo, no fue suficiente.
¿Cómo era que esa niña se atrevía a gritar tan fuerte, a golpear y destrozar objetos cuando se enfurecía? ¿Cómo era que Trinität se interponía entre ella y Richard cuando este se disponía a enderezarla de la forma en que lo hacía con Markus —de la forma de la que nadie lo protegía a él—? ¿Cómo podía algo que parecía tan delicado ser capaz de sacudir al mundo así?
Markus no sabía qué era lo que sentía respecto a su prima, si era un instinto de proteger eso que él no tenía o lo más cercano al amor fraternal a lo que alguna vez alcanzaría, si era que veía la tormenta en los ojos claros de Diana y quería darle la oportunidad de desatarse por un simple deseo de devastación, pero algo era, y era suficiente para que, por primera vez, se pusiera de pie después de una paliza.
Por eso, cuando Diana quedó en manos de Richard, Markus por fin hizo algo; tenía..., ¿cuántos? ¿Seis años más que ella? (Cinco años, once meses y quince días más que ella, los contó como contó los días a partir de entonces de uno en uno), era un chico de catorce años decidido a cuidar de su primita pequeña y protegerla de la violencia a la que un carácter explosivo como el suyo acabaría enfrentándose.
Así que él mismo se convirtió en el hombre duro que su padre quería construir para poder endurecerla también a ella, para enseñarle a sobrevivir. Y lo hizo bien.
Markus dedicó su vida entera a endurecerse, sus músculos crecieron hasta que superaron a los de su padre, su carácter alcanzó el filo de las dagas que aprendió a lanzar para entretenerse y convirtió la angustia infinita en una rabia que se solidificó.
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Se volvió bueno, muy bueno, un soldado difícil de matar y con la habilidad para asesinar en un parpadeo, pero todavía carecía de algo.
Ser duro no era lo mismo que poseer carácter.
Pero su primita lo tenía —¡y vaya que lo tenía!—, y él le había enseñado todo lo que sabía. Si no servía como soldado, tal vez servía para crearlos, como lo hizo con ella. Markus tomó bajo su ala a tantos otros, pero no encontró la misma devoción hasta que conoció también a Diecisiete, esta niña que también parecía demasiado frágil para un mundo tan cruel.
Resultó que Markus no creó soldados, sino que creó sobrevivientes, y eso, a su manera, marcó la diferencia, porque este hombre que debía quitar la vida les enseñó todo lo que necesitaban para conservarla, y eso también lo salvó a él de perderse a sí mismo en la historia familiar y la crueldad inherente a su sangre.
Bueno, tal vez sí es un poco cruel, pero es la forma de amar de todo Sievers.