top of page
violin-4889291_1280.jpg
pexels-valeria-boltneva-14117_edited.jpg

ALVAREZ

LOCURA EN LA SANGRE

pexels-gabriela-cheloni-4421308.jpg

Erráticas. Vacías. Inadaptadas. Las mujeres de esta familia son un desastre andante, es un defecto genético. No son malas de sangre, simplemente son una caja musical que alguien dejó caer, son piezas y engranajes y tuercas desperdigadas por el suelo de una habitación que quedó congelada en una infancia no superada.

Las mujeres de la familia Álvarez no saben de paz. Algunas saben de ira, otras de soledad, algunas de dependencia. Todas saben de inestabilidad. 

A diferencia de otras de estas familias, el gran problema de ellas no es que se conocen demasiado bien, sino que se desconocen por completo. Las Álvarez, de alguna u otra forma, se han quedado solas, incluso teniendo a las demás vivas. 

 

Pero ¿cómo inició su historia? Porque, aunque no lo parezca, esta familia tan dispersa tiene una historia común.

Todo inició con un sujeto de pruebas que no tenía nombre ni identidad: D-306. 306 era un número, pero tenía un carácter de los que pocos sujetos del proyecto Insania podían jactarse. Era uno de los pocos sujetos que en ese entonces tenían por fuera de Waldergifte. Era intrépida y sagaz, y eso era malo para estas chicas. Era malo, porque chicas así debían ser corregidas, y los guardias no tenían piedad con chicas que eran poco más que animales de laboratorio para ellos. 306 no tuvo a nadie a quien contarle su historia (¿quién la escucharía?), pero se pueden contar dos cosas con certeza de ella: primero, que solo los registros llevaron la cuenta de todos los embarazos que perdió (¿y los padres? ¿Cuántos guardias la "corrigieron" a lo largo de los años?); segundo, que dos bebés sobrevivieron. Dos niñas.

Katia

De las dos hijas que tuvo 306, la primera fue una mala idea desde el inicio. Era una oportunidad; ¿cómo resultaría un sujeto de pruebas criado en libertad? ¿Podría mezclarse con la multitud? ¿Estaban más cerca que al comienzo de conseguir lo que querían?

La llamaron Katia, y fue la primera de una larga lista de malas decisiones.

Aquí hay un detalle sobre Katia: fue justo lo que se esperaría de cualquier sujeto de nivel C. Un tornado listo para arrasar con quien fuera. La soltaron al sistema y se mantuvieron al margen, con alguien siempre al alcance de la mano para intervenir en lo que fuera necesario. Esto no será sorpresa para nadie: Katia era imposible. Jamás nadie llegó a amarla, nadie la toleró, y ella tampoco ambicionó nada en la vida que no fuera sobrevivir.

Ella era perfectamente consciente de su situación. Todo el mundo creía que eran los delirios de una enferma mental (y, hasta cierto punto, puede que no estuvieran tan errados), pero Katia sabía que estaba siendo monitoreada todo el día. Cada vez que se pasaba de la raya, alguien estaba ahí para enderezarla y tratar de convertirla en un ciudadano funcional. No era de extrañar lo aislada que estaba y el poder que estas personas, hombres que eran mucho más grandes, fuertes física y mentalmente, tenían sobre ella. Katia era un objeto que poseer, justo como lo fue 306. 

 

Y justo como con su madre, la historia se repitió: tuvo una niña, un producto de quién sabía quién (sería el soldado que tenía afición por usar cualquier excusa para meterse en la casa, el que la seguía en el supermercado, o alguno de los tantos otros), una criatura diminuta y ruidosa, con los ojos más verdes que nadie hubiera visto nunca. 

Katia jamás amó a nadie, era incapaz de sentir una emoción como esa. Esta niña no fue un rayo de esperanza para ella, sino algo mucho más importante, si le preguntan: lo primero que fue enteramente suyo. Puede que fuera lo más cercano al amor que alguna vez fuera a sentir.

Katia protegió a su niña con la ferocidad con la que nadie la protegió. Le enseñó que el mundo sería cruel con ella y que jamás nadie estaría para ella como su madre. Que no había nadie en quien confiar.

pexels-tatiana-syrikova-3932763.jpg

Lo cierto es que Katia fue la primera en romper a la pequeña Laura, el origen de un demonio de ojos hermosos y pecas preciosas como estrellas que encendería la primera llama de un incendio.

Once

pexels-photo-8020773.webp

La segunda hija de 306, a diferencia de Katia, no tuvo nombre ni libertad. Tuvieron encuentros pasajeros en el centro de investigación de Claro de Luna, nada más que miradas austeras y desagradables, hasta que la enviaron definitivamente a Waldergifte por pedido del Coronel Álvarez. 

La libertad de Katia fue siempre una espina para esta segunda hija. Fue una de las primeras en ser clasificada como nivel B: B-11. Ser de nivel B es algo especial entre los sujetos de prueba. Son, a su manera, como la élite; tienen privilegios y permisos que se le niegan a los demás.

A ella la llamaron Once, y fue todo un soldado. Temía demasiado a los castigos que implementaban (por sobre todo, la tortura auditiva) como para desobedecer una orden. Era diligente, silenciosa... y estaba enferma.

Once sufría; hacía todo lo que estaba en su poder por disimularlo, pero su mente era una tortura en sí misma. La habían relegado al patrullaje y solía pasar días enteros alucinando entre los árboles de Waldergifte, sola consigo misma y sus ideas, cuando no estaba pasando el tiempo en un laboratorio, charlando con Trinität o siendo acosada por el Coronel.

Tal vez lo mejor sea regresar un poco atrás y responder a esta pregunta: ¿quién diablos era este hombre?

El Coronel Álvarez estaba a cargo del centro de investigación de Claro de Luna, su ciudad natal. Tenía cuarenta y tantos cuando vio por primera vez a Once, quien tenía poco más que catorce años por aquel entonces. Fue obsesión a primera vista. El Coronel, destituido del ejército hacía ya cinco años por su comportamiento abusivo que casi le costó la vida a un suboficial, hacía hasta lo imposible por ser asignado a puestos donde pudiera observarla. No había mucho que Once pudiera hacer al respecto; cada vez que él se acercaba, sentía esa comezón en la piel que precedía al terror absoluto. 

 

Cuando iba a la cama, dormía de espaldas a la pared, de forma que pudiera vigilar la puerta, a la espera de que el Coronel entrara en cualquier momento e hiciera lo que quisiera con ella.

 

En cierta manera, la obsesión del Coronel fue una bendición; gracias a él, Once no tuvo que enfrentarse a ninguno de los horrores que sufrió su madre y dieron origen a su vida. 

pexels-photo-4001475.jpg

 

Claro que fue solo cuestión de tiempo. El día que la arrastraron a un helicóptero y la llevaron a otro país, a un bosque cuyo nombre ni siquiera conocía y en el que hablaban un idioma que no comprendía, pensó que sería libre de él. El alivio que la recorrió por ello superó incluso el terror más profundo que el viaje suscitaba en ella. Tenía catorce por ese entonces, y era todavía ingenua y lenta. No comprendió a tiempo que no se estaba alejando de él, sino que él la había reclamado definitivamente.

Se esforzó por complacer a sus superiores; obedeció a cada orden que recibió y se convirtió en un soldado ejemplar. Mantuvo la boca cerrada, la cabeza gacha, y dejó que hicieran con ella lo que quisieran.

Cuando cumplió los diecisiete años, el Coronel decidió que ya estaba lo bastante madura para dejarla esconderse de él.

Las dos hijas que vinieron después, son una historia ya conocida que Once habría deseado que no sucediera.

lOS NIVEL ES QUE NACIERON

Las tres niñas (la pequeña Laura de Katia y las dos torturas de Once) nacieron para ser cada una el rostro de un nivel distinto de los sujetos de prueba; la mayor, Laura, es nivel C, un nivel que representa a aquellos sujetos mentalmente inestables que a duras penas pasaban los requisitos necesarios para salir de las celdas de reclusión; Elizabeth, la primera hija de Once, un nivel B, alguien lo bastante maleable mentalmente para ser utilizada como una herramienta además de una rata de laboratorio; y Elilia, uno de los escasos niveles Cero, un sujeto que aparentemente había salido sin el menor rastro de alteración genética o mental, una persona común y corriente. 

Tres desastres

_064f450a-648b-4f74-9997-51aad9fed00e.jpg
LAURA
_383863cd-290a-471a-8eef-c5a9db9535ca.jpg
ELILIA

Laura
 

Laura es la primera y única hija de Katia.

Cuando nació, era una niña diminuta y frágil, y muy, muy energética. Gritaba y lloraba sin ningún motivo. Con frecuencia, Katia se descubría a sí misma fantaseando con lanzarla por la ventana para librarse de esos chillidos agudos que le dolían.

Katia tenía un apellido solo porque era útil tenerlo, y Laura se llamó Pisano sin saber que tenerlo no significaba un origen, sino la ilusión de uno.

Laura amaba a Katia con la devoción ciega con que un niño ama a su madre, a pesar de la violencia, el maltrato y todas aquellas herencias indeseadas. Hasta los ocho años, cuando Katia la persiguió por la casa con un cuchillo de cocina en un arranque de locura, siguió amándola, e incluso después de ello.

_6c5f195d-9ae1-45dc-964a-184fbf63b8ad.jpg

A pesar de todo, inconscientemente Laura borró aquellas escenas violentas de su memoria y se quedó con la imagen de una madre que no era la suya, una mujer que la amaba y que le arrebataron sin motivo aparente. Le dijeron que la internaron en un manicomio, y jamás le dieron más que eso. 

Al menos, hasta que ella misma encontró un certificado de defunción y descubrió su suicidio.

_f6703431-41ed-40e1-9507-d933c605aa86.jpg

Laura es la hija de su madre. Es violenta, irascible, volátil. Es el caos hecho persona; está estancada en su infancia, en los años tiernos en que todavía tenía una madre que la amaba y tenía a Sara, su única amiga.

La Laura de su madre es una chica que siempre está al borde del abismo. 

Su tía y su prima son nada para ella porque nunca las conoció. No es sobre sangre, si lo fuera Sara no ocuparía un espacio tan especial; es sobre familia, sobre algo que posee y es suyo, muy diferente al amor o la pertenencia.

Es lo que tiene. Lo único que tene.

El izabeth
 

pexels-photo-8260671.webp

Elizabeth (o Diecisiete) es la mayor de las hijas del Coronel y su mejor soldado.

Desde que nació, Elizabeth mostró potencial para ser el soldado que su padre soñaba con moldear; era dócil, obediente y estaba desesperada por rasgar los trozos de aprobación que confundía con amor.

Lo siguió a donde fuera, hizo todo lo que él le dijo. Dejó que la estudiaran, que se metieran con su cerebro; los rostros satisfechos de las únicas personas que conoció eran una droga adictiva, así que cuando le gritaban al correr en los circuitos de obstáculos por no ser lo bastante rápida, corría más rápido, a pesar de las tormentas y las heladas y de que su corazón estuviera a punto de ceder. Entrenó día y noche durante años, lidió con su mente rota y permitió que construyeran a la persona en la que se convirtió, que, en realidad, era poco menos que una persona.

Porque esta es la mejor de las tres chicas: un soldado de plástico verde sin derecho a una identidad propia más allá de la que le impusieron. Sus recuerdos de las mujeres de su familia se limitan a la locura de su madre y su cuerpo frío siendo trasladado por la montaña, y a su hermana pequeña, una niña que no podía entender por qué tenía que abandonarla.

Por su padre, Elizabeth aprendió a pelear, a disparar, a recorrer los bosques en las noches de invierno. Por su padre, dejó que la internaran en Santa Adelaida, una de las instituciones educativas más prestigiosas de Italia, y, por su padre, aprendió a pilotear, ser una con el viento, el mismo que recorría el bosque que se transformó en su hogar y que desplazó los recuerdos de España, a la que de tanto en tanto regresaba.

Algunas veces, durante esos largos años, pensaba en su hermana. En el recuerdo de ella, al menos. Y anhelaba.

Anhelaba una familia.

«Familia» es un concepto roto en su sangre.

pexels-photo-10570334.webp

El il ia
 

Elilia Berta Álvarez.

Esta chica está convencida de que su nombre es ejemplo suficiente de qué tan poco le interesa a su familia. Comparada con su hermana, ella sabe que no es nada para su padre. Hace tiempo que perdió el interés en llamar la atención de nadie; su madre murió cuando era demasiado pequeña para recordar algo de ella y su padre la olvidó en cuanto vio que no se parecía en nada a Elizabeth.

Mientras que la mayor era todo lo que él quería, Elilia era... normal. No solo eso: tenía espíritu, algo inútil para un padre que quería soldados serviles, no revolucionarios. Él quería alguien que no supiera pensar por sí mismo, y Elilia tenía tantas ideas y sueños propios. 

Eso no quita que estuviera rota, ¿quién no lo estaría con lo que lleva en la sangre?

pexels-éva-14140919_edited.jpg

Elilia creció sin figura paterna y con la única compañía de una mujer a la que llamar «mamá» cuya existencia le resulta incluso más solitaria que la ausencia. Mientras otros niños tuvieron a sus padres en obras escolares y fiestas de cumpleaños enormes, ella tuvo los retratos que pintó de su padre y colgó en la pared, cuadros que dejaron su marca en la pintura con el paso de los años y el polvo.

_c071d1a9-7949-4ce2-93c1-0c0eacdf6d9d.jpg

A pesar de todo, ella no añora lo que no tuvo. La familia está sobrevalorada; de cualquier tipo, sanguínea o no, son solo personas que están para defraudar. Crecer en esa casa le enseñó a no esperar nada de nadie. 

¿Un padre? Es solo el hombre que cada tanto le ordena que haga tal o cual cosa. ¿Una madre? Solo una presencia que causa ruidos en la casa. ¿Una hermana?

Una hermana.

Tal vez eso sí es algo que Elilia hubiera querido. Alguien que entendiera de primera mano lo que era ser parte de esa familia, a quien importarle. Alguien en quien confiar.

Por lástima, Alemania y España no estaban precisamente a minutos de distancia, y el sueño de tener una hermana se perdió con la distancia y la ausencia.

bottom of page